domingo, 8 de noviembre de 2009

DESCOMPOSICIÓN DEL SÁBADO

Cierto sujeto ingresa a un bar, en pleno corazón de Barranco. Es un nuevo y andrajoso bar, salido de las entrañas mismas de alguna bohemia limeña que se resiste a apagarse bajo el yugo de una ley. Es la una de la mañana de un domingo cualquiera y el lugar está por estallar. El bar en cuestión no es exactamente un bar, sino una casa adaptada improvisadamente para cumplir las mínimas necesidades de un bar cualquiera. Las cortinas, avejentadas, y las lámparas siguen ahí, junto a una muchedumbre de gentes alcoholizadas, que se empujan y se ríen, que bailan con desfreno y hablan a voz en cuello.

El sujeto no se espanta por lo tubulizado del sitio, no se amilana ante la cantidad volcánica de personas apretujadas unas a otras en un conglomerado demencial. Al contrario, se mantiene de alguna manera cómodo dentro de este caos. No es la primera vez que el sujeto arriba a uno de estos antros. En sus buenos tiempos los visitaba casi a diario y llegó a sentir que uno en particular era su segunda casa. El caso es que el sujeto hoy no puede tomar. Una semana de sobresaltos etílicos han mellado en su organismo que, por primera vez y a poco de cumplir los 27 años, ha fallado. El sujeto ha decidido caer en el bar para celebrar el cumpleaños de un amigo, aunque augura que la falta de alcohol hará que la noche avance rápido.

Sobrio, aunque algo trastornado por el éxtasis que bulle de esta orgía de cervezas y sudor, el sujeto se dedica primero a conversar amenamente con quienes, como él, acaban de llegar y todavía permanecen en sus cabales, entusiastas por iniciar conversaciones apasionadas.  Luego de algunas horas el sujeto entiende que es inútil continuar; ya todos están borrachos o lo bastante cerca como para que, en ese mismo instante, les importe un carajo cualquier conversación que no involucre sexo explícito, alcohol y muestras de cariño cargadas de emotividad. Comprendido esto, el sujeto se dedica a observar a sus pares, muchos de ellos sus amigos, y analizar el comportamiento cotidiano de un parroquiano cualquiera en un bar barranquito a las 3 y 30 de la mañana. El pasar de las horas no parece haber diluido el gentío, pero de alguna forma extraña, físicamente improbable, el conglomerado humano pareciera haber encontrado cierta armonía, dispersándose de manera equitativa en cada espacio, haciendo al lugar en cuestión, sino cómodo, siquiera sobrevivible.

Los amigos continúan en lo de siempre, gritando cada vez más alto, con los ojos brillosos, viéndose a cada momento peor, pero importándoles menos. A algunos se les da por besar a sus chicas, y a algunas chicas por besar a alguien que no sea su chico. El sujeto no tiene chica, pero está demasiado sobrio, como falto de alguna vitamina que lo mantenga al acecho y vigilante, así que prefiere seguir observando. Otro grupo, algo más borracho y entusiasta, inicia una suerte de registro fotográfico, del que no se salva casi nadie. Fotografías de caras desencajadas de tanto alcohol y tanta felicidad. Instantáneas de una juerga exitosa, de un faenón de aquellos. Postales de guerra, de una guerra sin bajas ni heridos. Pasadas las 4 de la mañana, el sujeto sale por la diminuta puerta del bar y ahí mismo toma un taxi que lo dirigirá a su casa. En el camino, el sujeto piensa en la noche que se va y entiende que debe cuidar de su hígado. Se promete una nueva semana sin sobresaltos ni parrillas. Y jura, por lo más grande que exista en la tierra, que el próximo sábado aparecerá en alguna instantánea de alguna cámara cualquiera con la cara desencajada de tanto alcohol y tanta alegría.

1 comentario:

  1. lindo... lindo descrito y explicado...
    la bendiciòn y maldiciòn del observador que a veces se niega a desencajarse para ver al loco/lindo mundo exterior... ¿o será interior?

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