domingo, 8 de noviembre de 2009

CORRESPONDENCIA DE VIAJE

Desde la lejana Bogotá le llega una carta a cierto sujeto. La carta es real, tangible, físicamente corpórea. Esto hace que el sujeto se extrañe y sostenga el sobre como quien sostiene una dosis letal de algún químico alienígena. Lo observa fijamente, desde distintos ángulos, distinguiendo la estampilla y la caligrafía del remitente. El sujeto no demora mucho en percatarse que no conoce a quien le envía esta carta. O no lo recuerda, que es aun peor.



Y es que el sujeto sabe que uno no debería olvidarse de alguien que se toma -a estas alturas de la humanidad- el tiempo de escribir una carta. Escribir una carta pues, es más que solo escribirla. Es necesario, en estricto orden, el tomar un papel, dibujar letras, buscar un sobre acorde a la ocasión (blanco, quiere decir el sujeto), reducir el espacio que ocupa la ahora carta (antes papel) mediante finos y exactos dobleces para que la misma pueda caber en el espacio del sobre, sellarlo con una pequeña porción de saliba y pegar una estampilla.







El sujeto entiende que nada más podrá saber de la carta o del remitente mientras no abra el bendito sobre, así que procede a romperlo de la mejor manera que se le ocurre. Lo primero en lo que el sujeto repara es que quien escribe es una chica de buena ortografía. Lo segundo, que, efectivamente y como la razón mandaba, la chica en cuestión conocía al sujeto. El problema es que él nunca había oído hablar del nombre real de esta mujer. Apenas sabía que era colombiana y respondía al apelativo de Neco. Y claro, recordaba sus finos bellos púbicos, su ensortijada cabellera y su cintura de avispa –por lo pequeña y venenosa- enroscada en los brazos del sujeto.


La mujer le manda muchos saludos y besos. Le cuenta que su viaje continúa, que ha pasado tanto tiempo y tanto espacio que le es extraño estar escribiéndole a estas alturas de la humanidad. Ella habla como las colombianas, con ese respeto caribeño de ustedear a diestra y siniestra. La carta es casi un garabato de imágenes e historias imposibles. Cada una, contada con una velocidad arrolladora y escrita con una complicidad que no pareciera tener razón de ser. Neco escribe sobre el quinto o sexto párrafo que la idea de escribirle surgió en un pequeño pueblo de la selva ecuatoriana. Contaba que cierto día un grupo de viajeros artesanos se juntaron a tomar cañaso y fumar porros. Un belga, como los hay millones en nuestro vasto continente, sugirió que cada uno de los presentes narre la historia de la persona más extraordinaria con la que se hayan topado en algún lugar de América del Sur. Neco continuaba la carta diciendo que rápidamente le vino a la mente las semanas esplendorosas que pasaron juntos, y que había contado a aquél grupo, con pelos y señas, su personalidad, sus rasgos de rebelde soñador, de borrachín apasionado, de viajero incorruptible. Se había pasado horas emocionándose mientras narraba aquella energía que el sujeto proyectaba cada vez que miraba a alguien, que le estrechaba la mano o le invitaba un trago. La carta terminaba con besos y saludos fervientes, conminando al sujeto a escribir una carta de respuesta y preguntando cuando el sujeto habría de alzar vuelo de nuevo, en busca de la conquista de nuevos territorios.


El sujeto no tuvo mejor idea que guardar en el primer cajón de su escritorio la carta. Sonrió un poco y volvió a la cama, a ver televisión mientras tomaba Coca-cola.

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