Antes de conocer a la Mara
Salvatrucha, Elmo mataba para que lo quieran. Tenía 17 años, varios muertos en
la memoria y 25 pandillas en su historial.
Era un chico malo y todo parecía
indicar que la suerte se echaría, tarde o temprano, en contra él. Había estado
preso un par de veces en el reformatorio para menores y en una cárcel de Sao
Paulo, en Brasil, donde se amotinó, quemó dos celdas -con presos dentro- y fue
deportado, de vuelta, a su entrañable Maranguita. Entonces Elmo estaba solo en
el mundo. En la selva de la calle, donde todo desconocido es un enemigo en
potencia, un adolescente Elmo Molina buscaba amor por las buenas o por las
malas.
No fue hasta cumplir los
veinte cuando, en Honduras, cuando Elmo experimentó lo que era una verdadera hermandad.
En un mundo en el que el más fuerte se impone, Elmo David Molina Gómez
descubrió que podía querer y ser querido por la pandilla más grande y
sanguinaria del planeta. Se volvió un mara salvatrucha y desde ese momento, no
necesitó más amor que la de su banda. Hoy, con 40 años y seis heridas de bala
en el cuerpo, dice seguir no arrepentirse. “Se arrepienten los cobardes. Yo
solo acepto mis errores y lucho todos los días por redimirme” cuenta Elmo con
dejo centroamericano.
En la Municipalidad del Rímac,
donde viene trabajando en un programa para la prevención y reducción de
conflictos urbanos, Elmo habla de sí mismo de forma ajena, como si su historia
fuese la de otro Elmo Molina. Un Elmo sin alma ni nada que perder, que a los 18
años decidió dejar las pandillas del Cercado de Lima y viajar –por consejo de
algunos compañeros de prisión- a Tocache, dónde consiguió algunos ‘cachuelos’
con el narcotráfico de la zona. “Ahí comenzó lo bravo, porque me gané la
confianza de los colombianos y me ofrecieron ir con ellos a Bogotá, y luego a
Medellín, que es donde conozco al Patrón” cuenta Elmo. Y es que en la Colombia
del 89, solo había un Patrón: Pablo Escobar, Zar de la cocaína de Medellín y el
hombre más buscado en el mundo por el FBI.
Un soldado para Escobar
Una vez dentro del cartel,
Elmo estuvo encargado de proteger casas donde los hombres de Escobar guardaba
dinero en efectivo, y de contar los grandes montos que dejaba el rentable
negocio de la cocaína. “Manejábamos cantidades astronómicas. Era tanta la plata
que en vez de contar los billetes, los pesábamos”. Entonces aprendió que 37
kilogramos de billetes de a cien equivalen un millón de dólares.
Así pasaron un par de meses,
hasta que Escobar lo reclutó para su ejército urbano, donde se encargó de
ajusticiar a enemigos y traidores, cometer secuestros e intimidar a pequeños
deudores. Día a día ‘el peruano’ fue ganando más protagonismo como sicario del
Patrón, hasta que –con la DEA solapándole la nuca- Escobar se volvió paranoico
y más sanguinario que nunca. “Bórrenme en apellido de este fulano, decía el
jefe. Y no había más que hacerle caso. En la finca, borrar un apellido era
eliminar a todos: mujeres, niños, mascotas. Eso fue demasiado para mí, así que
dije basta”. Pero claro, salir de las fauces del cartel de Pablo Escobar era
poco menos que imposible. Elmo sabía que el Patrón podía tomar su decisión como
una deslealtad, y así fue. Un día en el que Molina estaba fuera de casa,
sicarios de Escobar forzaron las puertas de su casa y dejaron sobre ella una estela
de sangre. “Me mataron a mi mujer y a mi niña de seis meses. Me mataron el
corazón y yo no podía hacer nada más que huir” explica.
No pasó mucho hasta que las
fuerzas policiales de la ciudad colombiana de Pereira -controladas por Escobar-
dieran con él y lo recluyeran en prisión ‘La 40’, dónde recibió cuatro disparos
de bala. Cuando Elmo pensaba que la muerte lo encontraría entre los barrotes,
un funcionario pidió su deportación y reclusión en la cárcel de San Jorge, en
Lima. Aquí se quedaría seis meses más, antes de salir libre por una serie de
argucias legales.
Morir por la Mara
Elmo tenía 20 años cuando se
volvió parte de la Mara Salvatrucha. Una banda pandillera y criminal que ha
mantenido durante años a millones de centroamericanos bajo el yugo del miedo y
el terror. “En Colombia había hecho amistad con varios mareros (miembros de la
MS-13), así que me fui, primero a El Salvador, y luego a San Pedro de Honduras,
donde me instalé e hice contactos. Entonces conocí la mara y sus códigos, y me
volví uno de ellos” dice Elmo mientras muestra el tatuaje en su brazo derecho
que lo distingue como un MS-13.
Elmo habla de los mara sin
resentimientos y casi con añoranza. “El primer requisito para ser parte de la
mara es dispararle al primer tipo que veas, pero no necesariamente asesinarlo.
Ahí lo que se busca es demostrar lealtad y que no eres un infiltrado o soplón.
Lo segundo –Relata Molina- es el ‘brinco’: 13 segundos en el que tres mareros
te golpean con puños y patadas, y tú solo puedes defenderte. Es algo así como
un bautizo”. De los nuevos maras peruanos que han acaparado portadas en los
diarios limeños, Elmo habla sin tapujos. “En el Perú no hay maras. Estos chicos
que hoy se intentan hacer pasar por maras no tienen idea de lo que dicen. Son
pandilleros menores que buscan reconocimiento, miedo, respeto. Y hacerse llamar
‘marero’ aquí da estatus, incluso dentro de los penales. Los policías tienen
que entender que al compararlos, les hacen un favor”.
Hoy Elmo es otro, pero su
piel muestra los vestigios de una vida de sangre y violencia. Su rostro y
brazos dejan ver tajos y cicatrices que él parece exhibir con orgullo, como si
fueran trofeos de guerra. Una guerra que terminó hace 17 años, cuando se cansó
de vivir con el dedo en el gatillo y con la certeza desquiciante de que, más
temprano que tarde, un casco de plomo le atravesaría el cráneo. Elmo tenía 23
años y estaba cansado. Acababa de salir de una prisión en México D.F. , donde
algunas semanas aislado en una celda de reposo lo habían convencido que era tiempo
de romper este círculo vicioso de drogas y muertes.
Pasó poco tiempo hasta que
Elmo inició su trabajo en la resociabilización de jóvenes pandilleros. “Yo solo
intento darles una oportunidad. Una ventana para los que quieren salir del
mundo violento de las pandillas” cuenta. Con ese ánimo, se integró al grupo
Homis Unidos de los Maras, la primera organización que promueve la no violencia
al interior de las pandillas MS-13 a través de la capacitación laboral y
afectiva: en cristiano, un grupo de maras no activos en violencia que buscan
generar nuevas alternativas de vida en los jóvenes pandilleros de El Salvador y
Los Ángeles.
Elmo se jacta de haber
pacificado los picantes barrios chalacos de Castilla y Loreto, y trabajado con
pandillas de Comas, San Juan de Lurigancho, Pachacutec y el Cercado de Lima. Ya
no cuenta billetes con una balanza y, en cambio, recibe un humilde sueldo que
le alcanza para vivir en una habitación en Puente Piedra junto a Cintia, su
pareja y compañera de vida. “No tengo mucho dinero, pero vivo tranquilo y eso,
hermano, no tiene precio” cuenta mientras muestra sus diplomas de consultor en
resolución de conflictos urbanos.
-¿Uno puede extrañar la vida
dentro de la M-13?
Elmo piensa unos segundos, y
dispara. “Se extraña, claro. El dinero, el poder, el respeto de la banda. Los
mareros somos una familia, y a la familia siempre se la extraña. Pero yo estoy
feliz aquí, cumpliendo mi labor”.
Lo dice alguien que a sus 40
años, está a punto de completar el último paso de su lealtad ante los mara: se
tatuará en la frente el símbolo que distingue a los M-13.
Como para que todos sepan
que aquél es Elmo, el mara peruano que sobrevivió a la mara.
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