martes, 28 de noviembre de 2017

Sobreviviendo a la Mara Salvatrucha



Antes de conocer a la Mara Salvatrucha, Elmo mataba para que lo quieran. Tenía 17 años, varios muertos en la memoria y 25 pandillas en su historial.
Era un chico malo y todo parecía indicar que la suerte se echaría, tarde o temprano, en contra él. Había estado preso un par de veces en el reformatorio para menores y en una cárcel de Sao Paulo, en Brasil, donde se amotinó, quemó dos celdas -con presos dentro- y fue deportado, de vuelta, a su entrañable Maranguita. Entonces Elmo estaba solo en el mundo. En la selva de la calle, donde todo desconocido es un enemigo en potencia, un adolescente Elmo Molina buscaba amor por las buenas o por las malas.

No fue hasta cumplir los veinte cuando, en Honduras, cuando Elmo experimentó lo que era una verdadera hermandad. En un mundo en el que el más fuerte se impone, Elmo David Molina Gómez descubrió que podía querer y ser querido por la pandilla más grande y sanguinaria del planeta. Se volvió un mara salvatrucha y desde ese momento, no necesitó más amor que la de su banda. Hoy, con 40 años y seis heridas de bala en el cuerpo, dice seguir no arrepentirse. “Se arrepienten los cobardes. Yo solo acepto mis errores y lucho todos los días por redimirme” cuenta Elmo con dejo centroamericano.

En la Municipalidad del Rímac, donde viene trabajando en un programa para la prevención y reducción de conflictos urbanos, Elmo habla de sí mismo de forma ajena, como si su historia fuese la de otro Elmo Molina. Un Elmo sin alma ni nada que perder, que a los 18 años decidió dejar las pandillas del Cercado de Lima y viajar –por consejo de algunos compañeros de prisión- a Tocache, dónde consiguió algunos ‘cachuelos’ con el narcotráfico de la zona. “Ahí comenzó lo bravo, porque me gané la confianza de los colombianos y me ofrecieron ir con ellos a Bogotá, y luego a Medellín, que es donde conozco al Patrón” cuenta Elmo. Y es que en la Colombia del 89, solo había un Patrón: Pablo Escobar, Zar de la cocaína de Medellín y el hombre más buscado en el mundo por el FBI.

Un soldado para Escobar
Una vez dentro del cartel, Elmo estuvo encargado de proteger casas donde los hombres de Escobar guardaba dinero en efectivo, y de contar los grandes montos que dejaba el rentable negocio de la cocaína. “Manejábamos cantidades astronómicas. Era tanta la plata que en vez de contar los billetes, los pesábamos”. Entonces aprendió que 37 kilogramos de billetes de a cien equivalen un millón de dólares.

Así pasaron un par de meses, hasta que Escobar lo reclutó para su ejército urbano, donde se encargó de ajusticiar a enemigos y traidores, cometer secuestros e intimidar a pequeños deudores. Día a día ‘el peruano’ fue ganando más protagonismo como sicario del Patrón, hasta que –con la DEA solapándole la nuca- Escobar se volvió paranoico y más sanguinario que nunca. “Bórrenme en apellido de este fulano, decía el jefe. Y no había más que hacerle caso. En la finca, borrar un apellido era eliminar a todos: mujeres, niños, mascotas. Eso fue demasiado para mí, así que dije basta”. Pero claro, salir de las fauces del cartel de Pablo Escobar era poco menos que imposible. Elmo sabía que el Patrón podía tomar su decisión como una deslealtad, y así fue. Un día en el que Molina estaba fuera de casa, sicarios de Escobar forzaron las puertas de su casa y dejaron sobre ella una estela de sangre. “Me mataron a mi mujer y a mi niña de seis meses. Me mataron el corazón y yo no podía hacer nada más que huir” explica.

No pasó mucho hasta que las fuerzas policiales de la ciudad colombiana de Pereira -controladas por Escobar- dieran con él y lo recluyeran en prisión ‘La 40’, dónde recibió cuatro disparos de bala. Cuando Elmo pensaba que la muerte lo encontraría entre los barrotes, un funcionario pidió su deportación y reclusión en la cárcel de San Jorge, en Lima. Aquí se quedaría seis meses más, antes de salir libre por una serie de argucias legales.

Morir por la Mara
Elmo tenía 20 años cuando se volvió parte de la Mara Salvatrucha. Una banda pandillera y criminal que ha mantenido durante años a millones de centroamericanos bajo el yugo del miedo y el terror. “En Colombia había hecho amistad con varios mareros (miembros de la MS-13), así que me fui, primero a El Salvador, y luego a San Pedro de Honduras, donde me instalé e hice contactos. Entonces conocí la mara y sus códigos, y me volví uno de ellos” dice Elmo mientras muestra el tatuaje en su brazo derecho que lo distingue como un MS-13.

Elmo habla de los mara sin resentimientos y casi con añoranza. “El primer requisito para ser parte de la mara es dispararle al primer tipo que veas, pero no necesariamente asesinarlo. Ahí lo que se busca es demostrar lealtad y que no eres un infiltrado o soplón. Lo segundo –Relata Molina- es el ‘brinco’: 13 segundos en el que tres mareros te golpean con puños y patadas, y tú solo puedes defenderte. Es algo así como un bautizo”. De los nuevos maras peruanos que han acaparado portadas en los diarios limeños, Elmo habla sin tapujos. “En el Perú no hay maras. Estos chicos que hoy se intentan hacer pasar por maras no tienen idea de lo que dicen. Son pandilleros menores que buscan reconocimiento, miedo, respeto. Y hacerse llamar ‘marero’ aquí da estatus, incluso dentro de los penales. Los policías tienen que entender que al compararlos, les hacen un favor”.

Hoy Elmo es otro, pero su piel muestra los vestigios de una vida de sangre y violencia. Su rostro y brazos dejan ver tajos y cicatrices que él parece exhibir con orgullo, como si fueran trofeos de guerra. Una guerra que terminó hace 17 años, cuando se cansó de vivir con el dedo en el gatillo y con la certeza desquiciante de que, más temprano que tarde, un casco de plomo le atravesaría el cráneo. Elmo tenía 23 años y estaba cansado. Acababa de salir de una prisión en México D.F. , donde algunas semanas aislado en una celda de reposo lo habían convencido que era tiempo de romper este círculo vicioso de drogas y muertes.

Pasó poco tiempo hasta que Elmo inició su trabajo en la resociabilización de jóvenes pandilleros. “Yo solo intento darles una oportunidad. Una ventana para los que quieren salir del mundo violento de las pandillas” cuenta. Con ese ánimo, se integró al grupo Homis Unidos de los Maras, la primera organización que promueve la no violencia al interior de las pandillas MS-13 a través de la capacitación laboral y afectiva: en cristiano, un grupo de maras no activos en violencia que buscan generar nuevas alternativas de vida en los jóvenes pandilleros de El Salvador y Los Ángeles.

Elmo se jacta de haber pacificado los picantes barrios chalacos de Castilla y Loreto, y trabajado con pandillas de Comas, San Juan de Lurigancho, Pachacutec y el Cercado de Lima. Ya no cuenta billetes con una balanza y, en cambio, recibe un humilde sueldo que le alcanza para vivir en una habitación en Puente Piedra junto a Cintia, su pareja y compañera de vida. “No tengo mucho dinero, pero vivo tranquilo y eso, hermano, no tiene precio” cuenta mientras muestra sus diplomas de consultor en resolución de conflictos urbanos.

-¿Uno puede extrañar la vida dentro de la M-13?

Elmo piensa unos segundos, y dispara. “Se extraña, claro. El dinero, el poder, el respeto de la banda. Los mareros somos una familia, y a la familia siempre se la extraña. Pero yo estoy feliz aquí, cumpliendo mi labor”. 

Lo dice alguien que a sus 40 años, está a punto de completar el último paso de su lealtad ante los mara: se tatuará en la frente el símbolo que distingue a los M-13.

Como para que todos sepan que aquél es Elmo, el mara peruano que sobrevivió a la mara.




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